La Tuber Magnatum, la extraordinaria trufa blanca de Alba es, probablemente, de los manjares más prostituidos y con mayor índice de corrosión entre lo que se ofrece y lo que debería ser. Le ocurre como a los diamantes, el grado de pureza no viene delimitado por los quilates únicamente. El brillo medible, la dureza, el peso y la talla son los que hacen que dos brillantes aparentemente iguales tengan valores muy diferentes. Son las llamadas 4Cs que miden la calidad del diamante, peso, color, dureza y talla. Y una quinta añadida, el certificado. Aquello que garantiza que la piedra (y su precio) corresponde al peso, color, dureza y talla identificados y, en casi todos los casos, son imperceptibles al ojo humano y menos aun al del no profesional.

Sucede lo mismo con la trufa blanca. El hecho de que muchos de los que la prueban jamás han probado una trufa auténtica hace que sea tremendamente fácil dar gato por liebre. Además, esta tiene también sus 4Cs, peso, color, aroma y forma. Peso, porque el tamaño si influye. No la más grande es la mejor, pero si es exigible un cierto calibre para que sus lascas tengan entidad y trasmitan su aroma. Color porque hay trufas blancas marrones más o menos entreveradas, y el ojo aprecia (y valora) ese entreverado. Aroma porque es su mayor virtud. La trufa sabe poco, pero carga de aroma el alimento sobre el que se deposita, transformándolo. Si se quiere sabor a trufa, acudan a Perigord y coman una negra a bocados. Una trufa blanca a bocados les dirá muy poco. Y forma, porque a más regular, mejores y más uniformes serán sus lascas y mejor trasmitirán su aroma. Y aplica también aquí la quinta C, el certificado. La trufa blanca auténtica, la que justifica su precio, y por la que vale la pena pagar es la de Alba, en el Piamonte italiano. Y el resto, españolas, o del este de Europa, naturales o de cultivo, son malas imitaciones y muy lejanas al aroma de la original.

Pero, como decíamos, mucha gente paga por el nombre, e incluso la aprecia, porque no conoce ni ha probado la de verdad. Nos encontramos de nuevo atrapados en el silogismo del gastroinculto, que trasmite con seguridad, valora y se enorgullece de hablar sobre lo que ni conoce ni ha probado. Y de ahí el éxito de tanta mala copia, de tanta falsificación, de tanta trufa blanca de tercera o de cuarta. Ante estas, si se las ofrecen y a dos mil el kg, tómense unos fetuccine con mantequilla y parmesano y no se dejen engañar por una subida de cuenta falseada por lo que nos es.

La Tuber Magnatum de verdad está en Alba, en algún importante restaurante de Italia (y no en todos, que hay mucho origen yugoslavo), y su recolección es tan escasa que no hay oferta suficiente para atender la demanda y de ahí la falsificación, el engaño y la prostitución de la Tuber Magnatum.

Es difícil que un buen bar, la mejor taberna o nuestro lugar preferido del barrio puedan desplazar a uno de los grandes restaurantes de Alba, lo movilicen con su jefe de cocina y propietario, se traigan a su mujer para que ejerza de Jefa de Sala, una parte de los camareros para que expliquen, aporten y mimen a la clientela, carguen en el camión los elementos de servicio para sus platos históricos y se traigan, además, unos cuantos kilos de la mejor trufa blanca con certificado de origen Alba para dar una cena.

Para Zalacaín no lo es.

Y hace unos días tuvimos la oportunidad de sentarnos en una de sus mesas con una firme promesa: mucha trufa, y de la de verdad, en una cena privada por invitación del restaurante.

Abrir la puerta, traspasar el umbral y sentir un golpazo de aroma a magnatum que te invade y te traspasa, te invita a avanzar hacia la mesa y a dejarte seducir por lo que vendrá.

El clásico pan con mantequilla del recibimiento cambia al ser la mantequilla colmada con lascas de trufa. No quieres que se acabe. La buena mantequilla puede alcanzar grandes sabores. Con trufa blanca pueden llegar a la cima. Y, en paralelo, empiezan a sucederse los aperitivos. Las croquetas de Zalacaín, imperdonables, pase lo que pase, venga quien venga. El Vitelo Tonnato de La Ciau del Tornavento (no les habíamos dicho aún el artista invitado). Un aperitivo fijo allí, servido en un único corte de esa ternera rosada y poco hecha, con un poco de la mejor salsa tonnata al lado. Sutil y fresco. La salchicha de Bra y la tartaleta de pate de conejo y avellanas crujientes del Piamonte cumplen el «amuse gueule», así como las gambas fritas con cobertura de avellanas del Piamonte (la avellana del Piamonte cuenta con la garantía de Indicazione Geografica Protetta). Y los aperitivos terminan con la tostada de arroz con Mortadela de Bologna. Muy rica.

Pero la cosa seria comienza con un capucchino (que aburrimiento el llamar capuccino a una buena crema de patatas) con tinta de calamar y tostada de Enkir del Piamonte (Trtinum Monococcum, el trigo más antiguo que existe), muy rico.

Y llega el momento. El steak tartar de Zalacaín (que ha mejorado, al estar cortado más grueso, hay más mordisco) con un generoso, muy generoso, laminado de trufa por encima. Aroma, sabor, profundidad. Más ligero de aliño, pero con su punto picante, para no distraer el aroma de la trufa.

El huevo en cocotte servido en su cofre (cofres que venían de Alba) es un clásico en La Ciau del Tornavento. Lo habíamos tomado en una visita anterior a su restaurante en el centro de la trufa, y es un plato que repetiríamos sin parar con, de nuevo, una apabullante cantidad de trufa encima. El calor de la cocotte multiplica el aroma de la trufa, que se expande en la mesa.

El tajarin 28 yemas (unos tagliatelle más finos que el corte habitual) a la mantequilla de montaña (gloriosa mantequilla) con Trufa Blanca de Alba. Sobran las palabras. Punto perfecto de la pasta. Temperatura, el aderezo de mantequilla que la hace melosa y fundente, y la abundante trufa que quiere unirse a la mantequilla y el parmesano. Un platazo en su incólume sencillez.

Echamos de menos otro de los cásicos de La Ciau, el ravioli buratto servido sobre heno (y aroma de heno), pero no todo puede ser.

Y el colofón salado, la carrillera de ternera al vino, con polenta molida a la piedra y verduras de otoño. Un buen plato, bien cocinado, sabroso y con una polenta maravillosamente ejecutada, sin la pesadez con la que peca en muchos lugares.

Una buena selección de quesos venidos de Italia sirvió de prolegómeno al helado de panna cotta con caramelo salado y Trufa Blanca de Alba. Un muy buen helado, cremoso y ligero, enriquecido con el cargamento de trufa encima.

Muy superior la teja y los dulces de Zalacaín a las mignardises de La Ciau.

Vinos de Virtus que cumplieron respetuosamente su cometido.

Nuestro agradecimiento a Zalacaín por la iniciativa, por acercar y dar a conocer a más gente lo que la trufa auténtica es, y por el esfuerzo de organización, calidad, sala y montaje de la cena. No lo puede hacer cualquiera, Zalacaín si.

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