En 1978 pasaron muchas cosas, desde la ratificación de la Constitución española hasta el ingreso de la primera mujer en la RAE: Carmen Conde; en cine, películas como “El Cazador”, “El expreso de medianoche” o “Los niños del Brasil” marcaban una época llena inquietudes sociales y, al mismo tiempo, en un pequeño local de la calle Fundadores, un toledano de 28 años ponía en marcha el que, con el tiempo, se ha consolidado como uno de los restaurantes más personales de todo el panorama español: Abraham García abría Viridiana.

Desde un principio, Viridiana ha sido un sitio especial, un pequeño comedor (tan pequeño que si llegabas pronto tenías que esperar en la calle), con servicio en dos turnos, que no admitía tarjetas de crédito, con un chef que, en sus propias palabras, “hacía lo que le salía de los fogones” en fin, todo lo necesario para  desanimar a muchos posibles clientes y, sin embargo, Viridiana conquistó desde el principio a un gran número de aficionados que supieron disfrutar con una cocina diferente cuando la norma era lo convencional, que agradecieron una carta de vinos muy superior a lo habitual y que encontraron, en Abraham García, a un cocinero capaz de abrir nuevos caminos sin necesidad de basarlos en nuevas técnicas.

Todo el que ha pasado por el pequeño local de Fundadores recuerda sus manteles de cuadros, la presencia de Abraham en la sala con su peculiar manera de contarte los platos del menú y los fuera de carta, sus apariciones a través del ventanuco de la cocina, o esos aperitivos con fruta acompañados por chacina donde mandaba a los comensales mensajes escritos sobre una hoja con mantequilla; pero llegó un momento es que era demasiado evidente que el local se había quedado pequeño y, cuando al cabo de más de 15 años de su apertura nos enteramos de que Viridiana hacía las maletas y se venía a la zona de los Jerónimos, tuvimos la sensación de que se acababa una época marcada por ese local y esa cocina “canalla” de Abraham.

Lo cierto es que, más allá del cambio de decorado y de la ganancia de espacio y, a pesar de las incidencias sufridas en el nuevo local, Viridiana sufrió pocos cambios en su manera de ser; siguió siendo un restaurante capaz de sorprenderte con las fusiones que se le ocurrían a su propietario y de presentarte productos que Abraham traía de sus frecuentes viajes como cronista de grandes carreras de caballos (hoy hablamos de Viridiana, otro día hablaremos de Abraham García con más detalle).

Para la gente que nos gusta la cosa del comer (y del beber, porque su bodega ha llegado a atesorar más de 23.000 botellas de 600 referencias distintas) Viridiana ha sido siempre un lugar al que había que volver recurrentemente sabiendo que tenías que dedicar un plus de tiempo a la digestión de una comida que era tan excesiva y arrolladora como su chef, pero que siempre te ofrecía matices y detalles tan elegantes como sabrosos, porque a Viridiana se va a comer, no a analizar, se va disfrutar de la comida sin disfraces ni requiebros siguiendo la pauta que marca Abraham que, según sus palabras “siente un gran desprecio por la cocina blandengue e insustancial”.

Han pasado 40 años desde su apertura hasta que Viridiana ha llegado a ser definido como uno de los 10 mejores bistrots del mundo por el Herald Tribune y, en todo este tiempo, ha cambiado el continente pero muy poco el contenido; a pesar de todas las incidencias sufridas en estas cuatro décadas, los mismos principios que regían en la oferta de la calle Fundadores se han mantenido en su actual local de Juan de Mena y estamos seguros de que, mientras el binomio Viridiana / Abraham se mantenga, siempre seguiremos encontrando motivos para volver a ese pequeño refugio que es mucho más que un magnífico restaurante, es ya y por derecho propio, un trozo de la historia de la gastronomía madrileña y española.

Larga vida a Viridiana.