PIDO LA PALABRA. Con este foro de opinión, coordinado por nuestro académico Juan Manuel Bellver, la AMG quiere ofrecer un altavoz para que los profesionales del sector expresen sus ideas sobre temas que nos conciernen a todos los que amamos la gastronomía madrileña.
por Abraham García*
La competencia entre pueblos aledaños, hija legítima de la envidia, ha dado lugar a episodios que hubieran retrasado el suicidio de Larra, empeñado en no apretar el gatillo hasta no haber escrito la última de sus truculentas historias.
Afortunada me parece la de aquellos aldeanos que, hartos de la fama adquirida por la talla de la Virgen con Niño que presidía el altar del villorrio vecino, encargaron al imaginero y lucieron, con orgullo y propaganda, su imagen de la Virgen de los Gemelos.
Sin llegar a caer en la herejía, también mis paisanos se dejaron llevar por la soberbia en asuntos sacros.
Fue el caso que, no hallando en el término municipal quien prestara su buey para calentar el belén viviente de aquel año, los integrantes de la comisión de festejos acordaron sustituir al bondadoso cornúpeta por un toro de lidia, airados de antemano ante las risas que despertaría en toda la comarca un nacimiento castrado, con tan solo medio parque móvil.
Era el morlaco un viejo ejemplar que en su mocedad había ejercido en encierros sin alcurnia, y que esperaba en un corral el momento de reencarnarse en albóndigas y zurrones de piel basta.
Resabiado y malicioso, el animal supo estar a la altura de las circunstancias. Precavidos, los pastores adoraron al niño subidos a la grupa de la mula, iniciando así una prometedora carrera de picadores. Mientras, San José emprendía su ascensión a los cielos encaramándose a una tapia.
Como no todo el año es Navidad, y para que no estemos ayunos de vocerío y escándalo, a falta de Belén nos hemos sacado de la manga los portales, esas porciones del ubicuo Internet donde se agrupan comercios y profesionales para que los potenciales clientes puedan contactar con ellos.
Y la manga ha resultado ser especialmente ancha porque, además de brindar toda la información y facilitarles el contacto, a los clientes se les conceden descuentos y promociones sin descanso, además de (y aquí empieza el lío) la posibilidad de dejar sus opiniones acerca del negocio en cuestión impresas en el papel, menos caduco de lo que pensamos, de la pantalla electrónica.
El gestor de un concurrido portal me informaba, en amigable sobremesa, de que el 25% del negocio hostelero, siguiendo cálculos íntimos y honestos, depende de las puntuaciones obtenidas en tales portales; y de que para confirmar o arruinar el buen nombre de un negocio basta con el tono de los cuatro últimos comentarios, pues el curioso no suele ir más allá en sus indagaciones.
Quizás por ello, sabedores de la responsabilidad que la sucesión de reseñas tiene en la viabilidad de un comercio, los responsables de dicha ventanas decidieron permitir el acceso a cualquiera, sin molestarse en comprobar si ha acudido al restaurante al que se refiere o si, al menos, la persona que firma es quien dice ser.
Y, si bien ya sabíamos que todo español lleva en el zurrón de su alma un poeta (amén de un confidente, como ha quedado sobradamente probado con la “policía de balcón”), ahora hemos aprendido que porta, además, un fabulador de historias que hace palidecer a Poe, a Verne o al gran y desdichado Emilio Salgari (que en la metalúrgica Turín soñaba con trufas y solo hallaba curas).
Los ejemplos más notables de la fantasía desbocada son bien conocidos: aquel hotel que fue juzgado (y condenado) dos meses antes de su inauguración; o el restaurante empujado al pozo de la peor puntuación por haber negado una reserva para el día de su cierre semanal, actitud que, si mal no recuerdo, fue calificada como “soberbia repugnante”.
Ninguno de los entregados a la desesperante causa de la cocina se ha librado de estos improperios sin otro motivo que procurar a su perpetrador los 15 minutos de fama a los que (por más que insistiera el pintasopas) no tiene derecho si no aduce los méritos suficientes.
Y yo no iba a ser la excepción.
Entiéndase que, como todos mis colegas, acepto las críticas fundadas y agradezco las que me informan de los desastres que puedo remediar, aunque sea tarde. Quede para mi historia particular de la infamia el lamento de aquel cliente que, tras avisar de su intolerancia al pescado, soportó estoicamente la llegada de cinco platos, cortésmente rechazados, cada uno con más parientes de la Sirenita que el anterior.
Frente a tan justificado desahogo (y otros que no niego), he asistido, con más asombro que cabreo, a la publicación de disparates ante los que me considero completamente indefenso.
Me han insultado por platos que nunca he cocinado ni cocinaré, como aquella espuma (¡espuma! ¡yo!) de presa ibérica que tanto disgustó al comensal. Todavía pienso que el delator se comió el jabón del lavabo.
He sido acusado de servir alcachofas en verano, lo que debería, en buena ley, constar como milagro en un posible expediente de canonización.
Pero si algún pecado he cometido, al decir de los infalibles sabios que nos iluminan desde los portales, es el de ser excesivo en precios y raciones. Que alguien se queje por haber encontrado comida en el plato que le sirven es un misterio (hoy estoy especialmente religioso, debe de ser la proximidad de la COPE) cuyo sentido último se me escapa.
En cuanto a los precios de mi carta, quisiera que los llorosos reparasen en los dos aperitivos que incluyo, a mi cuenta y por mi deseo, en los que suelo presentar alguna idea inusual que se me ha venido al sombrero. Si por hacer de mis comensales partícipes del primer momento de un nuevo plato merezco castigo, cúmplase.
Todos los cocineros han tenido que soportar al bocazas que no comprende que se cobren 25 euros por una carne que se compra en el mercado a 15 € el kilo. De vez en cuando me busco alguno de estos si me noto lánguido; no hay nada mejor para levantar el ánimo que un tipo que no entiende, ni a la quinta explicación, la manía de los camareros por cobrar sus sueldos, ni la obcecación de las compañías de luz, agua, gas y teléfono por ver abonadas sus facturas. Les aseguro que, al llegar a los impuestos, se puede vislumbrar el cortocircuito a través de sus ojos.
Impagable el comentarista que incluyó en su crítica foto de la factura, gracias a lo cual pudo saberse de la botella de excelente vino borgoñón que suponía la mitad del monto y que el “atracado” había olvidado comentar en su detallada denuncia.
Y sé que está previsto el derecho de réplica, pero solo lo he ejercido cuando la injuria ha rozado la línea de lo delictivo. En los demás casos, me he negado a alimentar el ego retorcido de los fantasiosos, tipos estreñidos que, si no reciben el tóxico chupito que regalan en ciertos antros, amenazan a voces con una reseña demoledora de la, que, sin duda, me lamentaré por muchos años.
Y me descojono de los que acaban con el latiguillo de “no volveré”, presuponiendo que se les esperará.
Aún más graciosos los que aducen que ellos venían a vivir una experiencia que no han visto cumplida. ¡Cuánto lamento que no hayan tenido ni una mísera erección! Les sugiero que monten en globo, que debe de ser lo único que les falta.
Echo de menos a los críticos gastronómicos. A los de verdad, quiero decir. Aunque lleven demasiado tiempo abducidos por la cocina Quimicefa y la sifonería. Aunque alguno de ellos eligiera la tortilla deconstruída (puro bricolage de Ikea) como el mejor plato parido en las últimas décadas, mientras que otro recomendaba pelar los guisantes.
Creo haber discutido, incluso con acritud, con buena parte de la profesión, pero nunca he podido negarles conocimientos ni criterio. Y en más de uno, una prosa que disfruto a pesar de sus extrañas y aireadas preferencias.
Y no recuerdo que ninguno haya ocultado mi dedicación a los fogones, ni el esfuerzo de mis explotados, ni la calidad de las viandas que presento.
Frente a ciertos asiduos de portal, a cuya infecta nómina añado a algunos bloggers, youtubers, instagramers y demás influencers sin más gracia que la de engatusar para recibir un trato de favor, se agigantan los periodistas con formación y con estilo a la hora de escribir, que han sorteado todos los escollos de su oficio antes de sentarse a la mesa. Críticos (algunos de nueva hornada, de los que cabe esperar lo mejor) que, porque han trabajado, saben lo que supone trabajar.
Para los otros, voy a tratar de recuperar aquel toro del Belén y soltarlo en el comedor la próxima vez que se me llene de semejantes espontáneos.
Así, al menos, tendrán algo sobre lo que escribir.
(*) Abraham García es cocinero-propietario del restaurante Viridiana y autor de libros como Cien recetas para quitarse el sombrero (1997, Siruela), El placer de comer (2004, Síntesis), Abraham boca (2005, La Esfera de los Libros) o De tripas corazón (2009, Planeta).