¿Quieres que te presente esta noche a los ¨Rolling Stones¨?
en memoria de Charlie Watts
por Javier Oyarbide Apalategui
Hoy nos trasladamos en el tiempo al día siete de julio de 1982.
Son las 21:03 h del sábado. El Estadio Vicente Calderón está estremecido, con casi setenta mil espectadores acalorados y enloquecidos, completamente empapados por el aguacero que se acaba de desatar arrojando bienaventuranzas. La tormenta veraniega de agua, viento, rayos y truenos que se abre paso en el cielo de Madrid no puede impedir, sino pregonar, por primera vez en la historia de la capital, la salida al enorme escenario ensopado de “The Rolling Stones”, interpretando “Under my thumb”.
La escena es dionisiaca y, como tal, la reconoce Keith Richards al terminar el concierto:
“- Estoy seguro que el día en el que muera, con independencia de que vaya al cielo o al infierno, Dios me pedirá que le pague los rayos y truenos tan impresionantes que desató para nosotros” – Declaró el guitarrista.
El mismo día, pero a la hora de comer, yo estaba sentado a la mesa con mis padres en nuestra casa de El Escorial. Acababa de subir de la piscina hambriento, con el pelo y el traje de baño bien mojados, porque había que arrancarnos del agua para llegar justo sobre la hora límite que me imponían en casa para el almuerzo.
Sin ningún tipo de contemplaciones mi padre me soltó:
– ¿Quieres que te presente, esta noche, a los “Rolling Stones”?
– ¡Anda, venga ya! – Supongo, ahora, que le diría yo por entonces.
– Me han llamado para decirme que vienen hoy a cenar a Zalacain. Han reservado un comedor privado y nos han dicho que llegarán tarde, posiblemente después de las doce, al terminar el concierto. Ah! Y que es totalmente confidencial. Ya sabes, como siempre.-
– Pero, ¿no cierra la cocina a las doce?-
– Chato, son los “Rolling Stones”-. Sentenció Don Jesús.
En aquel tiempo yo acababa de cumplir dieciséis años y conocía buena parte de su música. Mi profunda timidez seguro que me influyó, sobremanera, para que no pudiese disfrutar plenamente de algún agarrado al ritmo de “Angie”.
Al atardecer salimos de casa mano a mano y bien trajeados. Calculo que, bajaríamos a Madrid por el Puerto de Galapagar, rapidito, como a “mi jefe” le gustaba conducir aquel Porsche 928 de color verde oscuro, que tenía la primera marcha hacia atrás y con el que solía recorrer toda Europa visitando el último rincón donde hubiese algo interesante que llevarse a la boca. Un tal Juan Mari Arzak solía hacer, muchas veces, de copiloto.
La espera en el restaurante se hizo larga, casi eterna, pero entre patatas soufflé y recortes de tejas crujientes de almendra, se hizo más llevadera.
Cuando me avisaron que llegaba la banda fui corriendo hacia la puerta principal. Me situé como espectador de primera fila, entre el toldo abovedado de color marrón de la entrada y el portal que hay al lado, para no perderme ni un instante, ni un movimiento que allí se produjera, observando cada paso que se diese.
Mick Jagger, Keith Richards, Ronnie Wood, Bill Wyman y Charlie Watts, al que hoy le rendimos nuestro más sublime homenaje, llegaron y convirtieron la sobria escalera de piedra que da acceso a Zalacain en la lengua descarada que entre unos labios abiertos representa a los “Stones” e implora el uso de la libre expresión en su música, su mítico eslogan inspirado en Kali, la Diosa hindú de la energía eterna.
Charlaban riendo mientras caminaban desenfadados hasta la puerta, pasando por delante de mí. Alguno guiñándome un ojo, otro con el pulgar hacia arriba y todos con la mirada un poco desenfocada, quizás, por los focos y los flashes del escenario que habían abandonado hacía poco tiempo. Vestidos con trajes elegantes, atractivos, de paños y cortes modernos, como sus pelos. El único que llevaba el cuello abierto era Jagger, pero al husmear el ambiente se desabrochó su cinturón, una especie de cinta hecha de tiras de tela y se lo anudó impecablemente al cuello, entre las risas y la fascinación de los presentes. “Wonderful”, “thank you”, “congratulations” y otros cumplidos procedentes de las voces de sus anfitriones era lo que más se oía en el hall, donde yo me había refugiado casi envuelto, como si de una capa se tratase, en un pesado cortinón que enmarcaba la puerta de cristal esmerilado con varias zetas representativas de la marca de la casa.
Se perdieron por el pasillo que daba a los reservados y yo volví al comedor familiar, situado en la cocina, donde me despaché más patatas y tejas y, aunque no lo recuerdo, podría apostar a que me tomé un steak tartare (punto más de mostaza y Tabasco).
De oídas sé que fueron muy amables, no cenaron mucho y no probaron alcohol. Mick estaba tan cansado que a veces se recostaba sobre su brazo apoyado en la mesa y cerraba sus ojos durante unos pocos segundos.
Cuando se levantaron de la mesa, no excesivamente tarde, yo ya estaba esperando en la puerta junto a mi padre, que consideró el momento de la salida el más oportuno para la presentación. Y así saludé e intercambié unas palabras con los Reyes del Rock, comprobando que eran de carne y hueso, aunque emanaban algo de divino e inalcanzable.
Charlie Watts fue su batería, considerado por los expertos como “el latido del rock and roll”, el metrónomo rebelde que marcó el ritmo de los “Rolling” desde que se unió al grupo en 1963. Sus comienzos en la percusión los hizo transformando un banjo en tambor, para acompañar sus discos de 78 rpm de Charlie Parker y Jelly Roll Morton.
Además era un buen diseñador gráfico y colaboró en varias de las portadas de los discos de la banda, así como, en los proyectos de los escenarios de las giras. Su peso en el grupo era grande y a punto estuvo todo de irse al traste, cuando Jagger y Watts discutieron, porque Mick le llamó “su batería” a lo que Charlie replicó al revés, diciendo que Jagger era “su cantante”.
Watts tenía obsesión por dibujar los sitios a los que iba y tiene una gran colección de bocetos realizados. Ojalá, algún día, se pueda averiguar si hizo algún dibujo acordándose del comedor donde cenó aquella noche de temporal, marcada por el percutir de las baquetas entre sus dedos. Sus tambores, bombos y platillos hicieron más grande a Madrid.