El parto de Zalacain tuvo mucho que ver con la construcción del edificio en cuyo local de la planta baja se encuentra situado. Gabriel Lasa y Andrés Lizaranzu, amigos de mi padre, le comentaron que iban a iniciar unas obras en Madrid entre la calle de Serrano y el Paseo de La Castellana, allá en los comienzos de la década de los setenta. La localización privilegiada y discreta, el entorno tranquilo y ajardinado, así como la posibilidad de diseñar el local desde abajo fueron determinantes para que mis padres apostaran, fuertemente, por abrir un establecimiento de aquellas características.
A toro pasado es muy fácil analizar y corregir, sobre todo lo que otras personas con sus circunstancias han hecho, pero siempre nos ha rondado la idea de que quizá la apuesta debería haber sido aún más fuerte, en el sentido de haber puesto el foco más en un hotel que en un restaurante a secas, porque Zalacain fue también un hotel de cinco estrellas sin habitaciones bastante más que una taberna ilustrada. No era una idea del todo descabellada ya que la tradición hostelera de mi familia materna fue en esa dirección en Irurzun y en la Sierra de Urbasa, sin olvidar que el Príncipe de Viana de Echegárate era un hostal. La decisión familiar de trasladarse a vivir a Madrid estuvo muy en pugna con la de irse a Mallorca, precisamente para abrir un hotel.
La buena hostelería tiene mucho que ver con la relación personal e íntima entre el cliente y el personal de los establecimientos que la practican, porque para dar y recibir un buen servicio hay que intimar en cierto modo, por ambas partes.
La esencia de nuestras casas siempre ha estado muy coloreada por la atención al cliente de la manera más personalizada y detallada posible. El “aquí se viene mucho más que a comer” fue la lección que más me repetía mi padre y como ejemplo solía decir que dar de comer bien es relativamente fácil, lo difícil es que una pareja que llegue enfadada, entre ellos, a cenar al restaurante, tenga una noche inolvidable más allá de la puerta de salida de nuestro local; en versión original el más allá de la puerta de salida llegaba hasta su alcoba.
He leído un tratado muy interesante de una universidad española sobre la atención al cliente en la hostelería que hace muchas referencias a “la experiencia”, tan de moda, sugiere hacer análisis empíricos para crear una metodología de cara al trato con la clientela pero yo pienso que la relación debe ser más mística que empírica, el fondo de ojo del cliente es el que nos va a transmitir sus necesidades y por dónde podemos llegar a su sentir, sea a la hora de recibirle, tomando la comanda del menú o atendiendo alguna demanda extra, en definitiva, dándole lo que él quiere y no lo que a nosotros nos gustaría darle. Para estos asuntos prefiero a Santa Teresa o a San Agustín antes que a Francis Bacon, aunque su apellido me seduzca mucho más.
Detrás de cada reserva hay un mundo al que sólo nos acercaremos desde la humildad, escuchando con los cinco sentidos y también con la respiración qué viene buscando cada persona, cuál es su verdadera demanda con respecto a nosotros. La experiencia personal es muy importante, por supuesto, pero la buena disposición para querer agradar, desde el aparcacoches hasta la persona que cuida del menaje, es un ingrediente infalible que se detectará también en las mayores florituras del chef.
Los clientes, todos, han sido los protagonistas de nuestra tarea por encima de cualquier otro menester. Aquellas mesas que reservaban para darse un homenaje con los ahorros de una buena temporada, una gran mayoría importantísima a la cual no podíamos fallar bajo ningún concepto, las expectativas depositadas en cada uno de los componentes de nuestros equipos eran muy altas y las principales misiones de cada uno de nosotros eran adivinar y atinar desde cada partida, como si de el familiar más querido se tratase.
Recuerdo otra lección magistral de mi jefe, “si piden bogavante y solomillo hay que acudir inmediatamente a esa mesa porque es posible que estén despistados”, y así solía ser, porque cuando les abrías los ojos a un menú largo y estrecho ofreciéndoles platos diferentes a lo que acostumbraban te lo agradecían de la mejor manera que podían hacerlo, volviendo a reservar.
Y vuelta a empezar, día a día, mesa tras mesa, persona a persona.
A día de hoy, mientras estaba escribiendo este texto, me ha contactado un señor para agradecerme el trato recibido por su abuelo en el día de sus bodas de oro, poniendo mucho énfasis en lo humano y en detalles que pueden parecer insignificantes, aunque yo creo que es el conjunto de una serie de engranajes el que hace que la maquinaria de un restaurante sea cada vez más precisa.
No, nadie durmió jamás en Zalacain pero sí había un cliente muy renombrado que todos los sábados reservaba una mesa apartadita para él solo, a la hora de comer, para después de la copa y el puro echar la siesta hasta bien entrada la tarde, teniendo que ser respetadísima por nuestra parte, como mandaba el espíritu de la casa.
Como siempre he dicho, a los clientes y a Madrid, que nos lo han dado todo. Gracias