La frontera del barrio de las Letras la guardan Daoíz y Velarde, dos leones forjados con cañones capturados en África que están plantados a la puerta del Congreso. A pocos metros y a la entrada del barrio de las Letras nos topamos con la estatua de Miguel de Cervantes. Ya pasada la plaza, la sensación de historia literaria, de pasado de oro, es densa. En el suelo hay grabada citas de los escritores que vivieron allí, como si en lugar de hojas de árboles este otoño hubieran caído páginas de los libros en el suelo. Góngora, Cervantes, Quevedo, Calderón de la Barca, Lope de Vega; más que un barrio parece la selección para el Nóbel de literatura a toda una vida.
Hoy vamos a callos y empezamos en la calle del León donde acaba de abrir el bar de vinos Wilda. La propietaria, Sonia Bueno, nos comenta que ella era vecina del barrio y que siempre le había gustado el local –antes un pequeño restaurante argentino. La barra es alargada e ideal para tapear con un champán, un generoso o incluso uno de estos vinos naturales que ahora andan de moda. Los callos se los sirve Iván Cerdeño, cocinero del Carmen de Montesión. Melosos y ligeros, Sonia elige un oloroso en rama, Santa Petronila El resultado es elegante, no esperábamos menos del toledano.
Llegamos a Bistronomika en la calle Santa María. Carlos del Portillo es su cocinero y la propuesta una rara avis en Madrid: pescado a la brasa. Aquí lo bordan con especies que se salen del sota, caballo, rey: hoy borriquete, escorpa, sargo y coruxo. Pero también les lucen los guisos y los callos son sobresalientes, melosos con un toque muy fino de picante que acompañamos del buen Artuke riojano, un vino afrutado, estupendo para el chateo.
Santa María es un hallazgo, apenas a diez metros está La Taberna la Elisa. Javier Goya, uno de sus dueños, nos cuenta que él era vecino de la estación de Antón Martín y quería recuperar el bar de siempre. Han aligerado la decoración –antes era un bar irlandés-, ahora castiza y proponen una carta con la que bien podría montarse un menú largo y estrecho a base de tapas madrileñas. Aquí los callos son contundentes y sabrosos, de los que piden pan. Bebemos un palo cortado de Montilla Moriles, Lagar Blanco, fresco y con un final dulce les va al pelo. Busquen la chapa de la barra donde reza “asiento reservado para caballeros mutilados”. El mejor sitio para acodarse.
Merece la pena echarle un vistazo al convento de las Trinitarias, en Lope de Vega y pasarse por la Taberna Mariano. Mariano García –fue sumiller de Sixto hace más de veinte años- se ha jubilado. Ahora lo lleva su hijo y aprovechamos que un amigo se ha traído una botella de Chinon, Les Pensées de Pallus, para recordar esta taberna de cañas, zinc y azulejos donde tanto aprendiz de vino echó pinchos de tortilla y callos aprovechando que la Unión Española de Catadores está al lado.
Nos encontramos con Alfonso Delgado, gerente en Casa Alberto. Antigua casa de Cervantes, taberna taurina, madera y estaño. Hay mucho Madrid allí dentro. Podría ser un museo pero está vivito y coleando y sus callos son la receta fundacional madrileña. Ligeros y con un fondo que se pega a los labios, Lo acompañamos de un vino joven de la Ribera del Duero: Lambuena. No es que fuera precisamente con hambre, pero el rabo de toro que circuló a la mesa de al lado tenía una pinta estupenda. Llevan desde 1820 –Alfonso preside la asociación de restaurantes centenarios de Madrid-, así que a saber qué se vendía allí antes de que inauguraran.
Le toca a Quevedo y mientras bajamos la costana de Huertas que parece hecha para el cielo de azul velazqueño, leemos su hermoso soneto:
“Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados, por quien caduca ya su valentía”.
Pero al lado están los amigos, al fondo la vista del Retiro y los Jerónimos. Hoy nos quedamos con Góngora: “Ande yo caliente y ríase la gente”.
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