Uno de los principales objetivos de la Academia Madrileña de Gastronomía, en el marco de su labor de difusión de los valores de nuestra gastronomía, es el de dar a conocer las capacidades de nuestros cocineros y restaurantes en el marco de las reuniones que los académicos realizamos de forma periódica.
Dichos encuentros deben reunir tres condiciones: que tengan un interés gastronómico especial, que tengan que ver con la gastronomía madrileña, encarnada en un restaurante, un cocinero, un producto o una receta y, finalmente, que se trate de un hecho singular, de encargo, fuera del hacer diario del restaurante o del cocinero capacitado para ello, y por tanto de difícil oferta a cada uno de nosotros como clientes individuales.
El más reciente ha estado en manos de un grandísimo cocinero (premiado por la Academia como Cocinero Revelación 2016) Hugo Muñoz y su equipo.
El desafío: Organizar un cocido madrileño, reinterpretado desde su formación en la cocina japo-oriental, dónde se tocasen con libertad los ingredientes de un cocido pero no tuviésemos un cocido madrileño encima de la mesa. Valen los ingredientes, no su receta tradicional.
La condición: Ningún plato podía formar parte de su hacer anterior ni de la carta del restaurante. Debería ser experimentación inmediata, platos sin estar testados, inmersión en una creatividad de sabor y método en la cabeza que se viese en el plato en el momento de la cena por primera vez.
La contraprestación: Comérnoslo, saliese lo que saliese. El riesgo era alto, no valía decir “no ha salido”.
El resultado: Un desfile de platos de alta costura, inmediatos, impactantes, sorpresivos, sabrosos, sin referencia anterior. No se si esto es creatividad, pero debe estar muy cerca.
De las verduras del cocido se estrenó la zanahoria, lo más humilde, en un sunomono con ostra Girardieu número 2. Ligereza, frescor, abre boca e invita a seguir.
Los fideos, versión pobre. Un ramen seco con tataki de bonito (de perfecta hechura) acompañado de una salsa profunda y picante.
La patata, hervida como en el cocido, con un golpe de plancha, en una ensalada con erizo y mayonesa del aceite de la conserva de ventresca. El erizo cortaba la grasa de la mayonesa y se integraba con la patata. Un plato impactante, donde la profundidad del erizo era protagonista absoluto.
El garbanzo, en un parmentier frío con toro (¡que producto!), tomate de colgar crudo y pan sardo desmenuzado, que aportaba el contraste crujiente. ¡Garbanzos con tomate! ¡El cocido! Pedazo de interpretación.
La sopa, o el fideo rico. Consomé reducido (tiempo y reducción, reducción y tiempo, paciencia, materia prima, la fórmula, la única fórmula para una sopa sabrosa) de buey con su tataki y su torrezno. Los fideos eran un buen puñado de angulas ahumadas en la robata. Tremendo. Quizá nos habríamos quedado con el consomé y las angulas sin más adornos, pero era el reto y el riesgo. Un plato de tomar seis.
La cebolla, en tempura, con hongos, pecorino romano y tuber melanosporum. Una yema de huevo, casi en un sabayón, envolvía el conjunto. Melosidad, crujiente, sabor. Que a la trufa le falta tiempo lo sabíamos todos, pero su cromatismo en el plato era necesario.
La gallina, en una gyoza de gallina en pepitoria con crestas de gallo y torrezno de su piel. Pepitoria, torreznos. ¡Platos de Madrid! en un compendio de sabores integrados y gustosos. Un bocado tremendo. Y una pepitoria académica.
El chorizo en un arriesgado okonomiyaki con sashimi de calamar. Por raro que suene, el calamar y el chorizo funcionan juntos, no hay peleas. Y el resultado sale victorioso.
El tuétano, en un temaki de medidísimo arroz por su buscada escasez, coronado generosamente de caviar. Queremos más. Esos perdigones son la mejor sal que existe. Y el tuétano pide sal…
El morcillo, imprescindible, guisado con tomate, comino y col china. Puntazo el que tenía el morcillo. Meloso, envuelto en una salsa densa y golosa que lo envolvía, lo acompañaba, y nos hacía felices.
El relleno, callos de atún y las pelotas del relleno en una salsa casi gelatina de los propios callos. Calor, temperatura, labios pegados, reducción, la pelota se muerde, el recuerdo.
El final. Se acaba. No caben mas copas de Manzanilla numero 70 en Magnum, ni de Que Bonito Cacareaba del gran Benjamín Romeo, ni de Esporao blanco, ni de Fino bota 68 del Equipo Navazos de nuevo, ni de Amontillado número 58 (todos sabemos de quien), y de este mismo La Bota 52 de Palo Cortado, ni del Esporao tinto que se esforzó por acompañar esos callos del final.
Por último, desde la Academia, queremos agradecer a Hugo Muñoz y a todo el equipo de KaButoKaji el enorme esfuerzo realizado para hacer posible esta gran cena y esperamos que este interesante “experimento” pueda servir a alguno para hacer algo parecido con los ingredientes de uno de nuestros platos ilustres.
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