Cuando desafortunadamente uno tiene que ponerse a escribir un obituario, se da por descontado que destacarán los valores y grandeza del compañero o amigo ausente. En el caso de Fernando del Diego eso no es una excepción y sin embargo, la perspectiva desde la que compartí buenos momentos con él es, al menos, diferente.
Tuve el inmenso placer de conocerle, aunque nuestro primer encuentro no fuese en el número 12 de la calle Reina sino en un sitio tan poco convencional como las montañas de Sapa en Vietnam. Acompañado por su fiel Encarni, no desaprovechaban la oportunidad de ver mundo a pesar de no hablar una sola palabra de inglés. Escuchar una frase en castellano fue motivo suficiente para que se acercara y la conexión, a pesar de nuestra diferencia de edad, fue inmediata.
Durante unos días, tuve tiempo de conocer su bonhomía, sus inicios en Chicote, los más de 20 años de su exitoso proyecto, el detalle del desgraciado accidente de su hijo desempeñando la aparentemente inocua tarea de descargar unas cajas de refrescos…No descubro nada insólito al contar que cualquier personaje conocido (nacional o internacional) nombrado contaba con un reportaje fotográfico en su móvil; todos sin excepción habían pasado por Del Diego y a pesar de ello, Fernando y Encarni seguían siendo esas personas amables, humildes, a las que el trabajo bien hecho había conducido al éxito profesional y permitido garantizar su bienestar y el de su prole, que ya contaba con algún nieto entre sus representantes.
Entendí su alergia a los medios, su rechazo continuo a expandir o franquiciar su proyecto y disfruté de un buen número de anécdotas que me van a permitir me guarde para mí.
Como apasionados por el mundo de la gastronomía, abrimos una botella de Riesling en un tren camino de Hanoi, en una atribulada noche que no olvidaré jamás. “Elige un vino sin excesos”, me decía. Bebimos un simple gin tonic “de Beefeater, por supuesto”, en plena efervescencia de la coctelería creativa, antes de una memorable cena en el restaurante Square One de Ho Chi Minh mientras yo asumía el reto de traducirles y explicarles una carta con decenas de pescados, mariscos y carnes de medio mundo.
Nos vimos después en Madrid, no tanto como me habría gustado, en su casa, donde nada más cruzar el umbral de la puerta y apostado siempre tras la barra, una mirada se cruzaba e inmediatamente y tras su característico silbido a alguno de sus fieles empleados, el mago Fernando lograba que en un local atestado de gente apareciese inmediatamente un rincón donde acogernos y compartir el “mejor Cosmopolitan del mundo”. Fernando no invitaba a los cócteles pero a los amigos les regalaba algo mucho más valioso, sus palabras, un gesto siempre amable y caballeroso con las mujeres, más anécdotas…
Fernando, te has ido siendo joven, con muchos países aún que visitar y muchos cócteles con los que celebrar muchos buenos momentos. Sobre todo me cuesta aceptar que nos hayas dejado teniendo pendiente ese aperitivo de domingo que habíamos acordado “en el Barril de Goya”. Por ese motivo, me niego a decirte adiós y te digo hasta pronto, amigo.